martes, 10 de mayo de 2011

Trinidad Ruiz Mares: "La Tamalera"


Los vecinos de la calle Sur 71-A de la Colonia Justo Sierra, por el rumbo sur de la Ciudad de México, notaron que de un lote baldío aledaño a la casa 508, emanaba un pestilente olor que hacía irrespirable el ambiente. Supusieron que eran pollos en descomposición, por la cercanía de una granja, situada a unos trescientos metros. El terreno, como muchos predios de la capital, se hallaba abandonado hacía tiempo y era utilizado por vendedores ambulantes y gente que iba de paso, para solventar sus necesidades corporales y de vez en cuando servía de basurero. Antes de las nueve de la mañana del 19 de julio de 1971, el empleado de limpia pública encargado de recoger la basura en las diez cuadras que le tocaba barrer desde las cinco de la mañana, se disponía a retirarse cuando los vecinos le pidieron que echara un vistazo en el lote baldío y se llevara el enorme costal de donde parecía provenir el hedor. Dos mujeres acompañaron al trabajador de la Dirección de Limpia. Entró en el terreno con las dos mujeres que abrieron sus bolsos para dar un par de pesos al barrendero.



En eso estaban, cuando una fuerte corriente de aire putrefacto penetró en sus narices haciéndolos retroceder. El trabajador, empuñando su escoba y tapándose la nariz con un pañuelo, se acercó hasta el costal pestilente, mientras las dos amas de casa observaban la escena desde la entrada del lote baldío. Acostumbrado a los malos olores, desprovisto de careta y guantes protectores o mascarilla, el barrendero tocó con sus manos el costal de más de un metro de largo y 60 centímetros de ancho, en el que se leía a un lado: "Conasupo. Maíz y frijol. Capacidad: 90 kilogramos". Esperaba tocar un pico o unas patas de pollo, pero nada de eso ocurrió. Al intentar abrir el costal que estaba cosido por los cuatro costados, el hedor se recrudeció. No pudo ver lo que contenía, sólo sintió que algo raro estaba ahí dentro y, presuroso, salió del terreno. Les dijo a las mujeres que llamaría a la policía porque algo andaba mal y así lo hizo.


El hallazgo del cadáver



Cubiertos con bufandas, los policías preventivos placas 8235 y 4471, procedieron a descoser el costal del que brotaron moscas verdes. La filosa navaja de uno de los uniformados entró sin dificultad en la tela del costal, que se aflojó dejando salir un pie humano protegido con un calcetín azul. Sorprendidos por el contenido del costal, pensaron que lo mejor era comunicar todo a sus superiores, quienes encabezados por el Subdirector de Policía y Tránsito, el general Raúl Mendiolea Cerecedo, arribaron antes que los agentes judiciales al lugar de los hechos. Dos piernas separadas del tronco decapitado fue el macabro hallazgo. El fotógrafo de la entonces Jefatura de Policía tomó decenas de fotografías; buscó y rebuscó la cabeza sin resultado. Mendiolea ordenó a los agentes que inspeccionaran el predio y removieran un poco la tierra y los montículos de basura, sospechando que la cabeza podría estar enterrada la cabeza en algún otro sitio. La búsqueda resultó inútil. Los peritos dactilógrafos tomaron las huellas digitales de las manos del muerto, que por su gran tamaño correspondía a un hombre corpulento. Introdujeron los restos en bolsas de polietileno y lo trasladaron en una ambulancia de la Cruz Verde al Servicio Médico Forense.


Por las huellas se logró la identificación. Era peluquero, tenía 53 años y utilizaba varios nombres: Pablo Díaz Ramírez, Pablo Díaz Gallegos, Rafael Díaz Ramírez, Pablo Díaz Rincón y Pablo Ramírez Gallegos. En 1937 golpeó a un hombre, siendo enviado a la cárcel por el delito de lesiones. Seis años más tarde, en 1943, ingresó en prisión y fue procesado por lesiones y estupro. Atacó a una niña a la que causó serias lesiones. Pretendió darse de alta como policía, pero fue rechazado por sus antecedentes, y en 1968 trabajó un tiempo como peluquero del Departamento del Distrito Federal. La media filiación de Pablo Díaz Ramírez, que aparecía en los archivos, precisaba que era un tipo atlético, 1.80 de estatura, moreno claro, semicalvo, tipo mongol, facciones duras y toscas, con estudios hasta tercero de primaria, abstemio, no fumador y gran aficionado al boxeo y a la lucha libre. Los peritos dictaminaron que había sido asesinado con una segueta, un hacha y un cuchillo. De acuerdo con los exámenes practicados, dedujeron que las piernas le fueron desprendidas del resto del cuerpo cuando aún estaba vivo. Apoyaron su tesis en las infiltraciones sanguíneas que encontraron en las piernas, las que no se presentan cuando la persona ha muerto. En opinión de los legistas Enrique Márquez Barajas y Oscar Lozano González, por lo menos dos personas habían participado en el descuartizamiento del peluquero. “Es la primera vez que veo un asesinato como éste”, dijo uno de los peritos. “Los judíos y aztecas los practicaban para castigar el homicidio, el robo y el adulterio. ¡Y qué paciencia de los verdugos para serrarles las piernas!”


Pablo Díaz Ramírez: la víctima



Contando con el archivo más completo en cuanto a delincuentes, los agentes de la División de Investigaciones acudieron a la calle de República número uno, en la Colonia Portales, en busca de la familia del occiso. El peluquero, en su ingreso por lesiones en 1937, había informado que ese era su domicilio. En este sitio los vecinos les indicaron que Pablo se había mudado seis meses antes y que, al parecer, su esposa era una mujer que expendía tamales (un alimento hecho de masa cocida con trozos de carne y verdura, envuelto en hojas de plátano o de maíz), en la vía pública. Los agentes indagaron que la mujer del peluquero respondía al nombre de María Trinidad Ruiz Mares, y vendía su mercancía frente a la panadería “La Tapatía” en la esquina de Ermita Ixtapalapa y Emiliano Zapata, en la Colonia Portales, y que vivía en la calle de Pirineos número 15.

Hasta este lugar, una casa semiderruida situada en una calle con poco tránsito y repleta de niños que jugaban con su mochila bajo el brazo para ir a la escuela, arribaron los agentes Gonzalo Balderas Castelar, Juan Ayala Ángeles y José Cabrera, dirigidos por el mayor Jesús Gracia Jiménez. En el interior se hallaba una mujer de pie junto a una mesa de madera, planchando ropa. Al toquido de los agentes, ésta salió.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó secamente, sin mirarlos.
—¿Es usted Trinidad, la esposa del peluquero Pablo Díaz Ramírez?
—Sí, señor.
—¿Dónde se encuentra él?

Trinidad palideció. Tenía 45 años, morena y usaba gruesas trenzas largas; era una india otomí. Con su voz cortante, seca, nerviosa, les dijo:

—No sé, se fue a trabajar desde el sábado y no ha regresado.
—¿Tiene idea de dónde lo podemos localizar?
—No señor, con frecuencia deja de venir a la casa. Tal vez no dilate.

Los investigadores se miraron entre sí. No sabían si debían comunicarle a Trinidad la infausta noticia ni cómo podría reaccionar. Pero por la rigidez y frialdad de “La Tamalera”, supusieron que estaba en condiciones de soportar la información.

—Señora, su esposo está muerto.

Trinidad no se movió, no masculló palabra ni se inmutó. Cerró los ojos, sus párpados y sus labios temblaron. El rictus de su boca fue más notorio. Los policías esperaban que la mujer estallara en llanto, se conmoviera o se pusiera histérica al saber lo ocurrido. Todo lo contrario, permaneció impasible, indiferente y sus ojos brillaron de pronto. Como declaró después un agente: “Malignamente, reflejando un rencor de siglos”. Intuyendo que Trinidad tenía conocimiento del suceso, el agente Gonzalo Balderas le dijo:

—Acompáñenos a la Jefatura de Policía.

Trinidad guardó silencio; no preguntó a los investigadores por qué debía ir a ese lugar. Sumamente nerviosa pidió permiso para ponerse un suéter, ya que el viento comenzaba a soplar. Se despidió de su hija que, recostada en la cama, leía un cuento y se disponía a apagar el radio, que anunciaba el fin de la novela Los Huérfanos por la estación XEW. La niña se asustó al conocer la muerte de su padrastro, y se preocupó sobremanera al ver que su progenitora era conducida a la jefatura.




Trinidad Ruiz Mares “La Tamalera”, en las oficinas de la policía




En la oficina del comandante Godínez, “La Tamalera” fue interrogada.

—Cuéntenos si su esposo tenía enemigos.
—Sí señor. En las últimas semanas lo noté bastante nervioso. Me dijo que en tres ocasiones lo habían detenido por vender marihuana, y cuando se quiso retirar del negocio lo amenazaron.
—¿Sabe los nombres de esos hombres?
—No señor, me dijo que lo citaban en la Arena Coliseo durante las luchas. Pablo era muy aficionado.
—¿Tenía usted pleitos frecuentes con él, señora?

Trinidad enmudeció por unos momentos. Pensó lo que iba a decir y con voz entrecortada repuso:

—Sí, señor. Sabe, Pablo fue mi segundo esposo. Me separé del primero porque me engañaba en mi propia casa. Conocí a Pablo en la peluquería donde trabajaba, en la calle Emiliano Zapata, cerquita de donde vendía yo los tamales. En una ocasión que llevé a mis hijos a pelar, Guillermo, Reina y Mario, de 6, 10 y 11 años, me dijo que le buscara a alguien para que le lavara su ropa y las filipinas del negocio.

Relató Trinidad que durante un tiempo le lavó la ropa, que iba a dejarle cada semana el peluquero hasta Pirineos 15, y de estas frecuentes visitas nació entre ellos una estrecha amistad, hasta que se fueron a vivir juntos.

—¿La aceptó con sus tres hijos?
—Sí, señor. 

 

Hasta ese momento, los agentes pretendían saber algo más sobre el peluquero. Sospechaban que había sido asesinado por cuestiones sentimentales y su intención era aclarar esta situación.

—Le pregunté si sostenía frecuentes riñas con él, señora.

Trinidad se puso más nerviosa. Era originaria de Tequisquiac, Estado de México, un paupérrimo caserío por donde circulaba un canal de aguas negras. Contestó que a menudo, peleaba con el peluquero. Indicó a los investigadores que Pablo no quería a los niños y por cualquier cosa les pegaba con lo que tuviera a la mano. Dijo “La Tamalera” que en la última discusión que tuvieron, el sábado 17 de julio, el peluquero le manifestó que se separaría y se iría con otra mujer.

—Eso me dio mucho coraje. Después de que casi no trabajaba y se pasaba el día en casa acostado, me quitaba los 120 pesos que ganaba diariamente con la venta de los tamales y sólo me dejaba 15 pesos para el gasto. Por las noches se iba al cine, al box o a las luchas, y además les pegaba a mis hijos, me dio mucho coraje.
—¿Por eso lo asesinó?

La mujer no dudó más. Miró al policía y respondió:

—Sí, señor, por eso lo maté. Lo merecía.
—Cuéntenos cómo sucedió todo —terció el mayor Gracia.

Un poco más tranquila, Trinidad narró que el sábado los niños estuvieron brincando sobre la cama y ensuciaron la ropa limpia, lo que molesto a Pablo, quien tomando un palo los golpeó salvajemente, dejándoles huellas en todo el cuerpo. Además los mandó a dormir sin cenar.

—Eso me dio mucho coraje. Le reclamé el por qué no me dio a mí la queja y me dijo: “Ya estoy fastidiado de estos escuincles latosos. Lárgate con ellos. Me conseguiré otra mujer y nos separaremos”.



La vivienda de “La Tamalera”




Trinidad le pidió un hacha prestada a la dueña de la vecindad donde vivía: María Teresa Rueda. Agregó “La Tamalera” que Pablo estaba en calzoncillos; cenó y se puso a ver la televisión. Transmitían el boxeo. Indicó a los investigadores que se acordó de la golpiza propinada a sus hijos y, al verlo medio dormido, sacó un bate que tenía guardado y le asestó un golpe en la cabeza.

—Oí que se quejaba; como que roncaba, pero ya no se pudo mover. A continuación le di otro golpe en la cabeza y quedó como muerto. Yo estaba como loca. Le di otro pensando que ya estaba muerto. Al verlo sobre la cama me dio miedo y pensé en desaparecer el cuerpo. Recordé que tenía un costal grande de la Conasupo y traté de meterlo allí, pero no pude. Cogí entonces el hacha que me había prestado un día antes la dueña de la casa para partir la leña, y comencé a cortarle las piernas. Él se seguía quejando.
—¿Quién la ayudó?
—Nadie, señor, yo sola hice todo. Nadie me ayudó.
—¿Qué hizo después?
—Luego quise meter al costal el cuerpo y me fijé que la cabeza no cabía, por eso también se la corté. Cosí el saco con ixtle. La cabeza la puse a hervir.
—¿Quién la ayudó?
—Nadie, señor, nadie. Esa es la verdad.
—¿En qué tiempo hizo todo esto?
—No sé, señor, tal vez en dos horas, no sé muy bien.



En su declaración a la policía, “La Tamalera” les dijo que tenía dos hijos mayores de edad: María Elena, casada con Mario Reséndiz Pacheco, y Pedro Martínez Ramírez, de 17 años, ex carnicero y de oficio carpintero. Luego de escuchar la breve confesión de Trinidad, el jefe policiaco ordenó de inmediato la detención de los dos muchachos que, horas más tarde, fueron presentados en la jefatura. Conducidos a la oficina del comandante, mirándolos éste fijamente a los ojos les inquirió:

—Jóvenes, estamos investigando un homicidio, les suplico se conduzcan con verdad.

A continuación ordenó el comandante que Mario permaneciera afuera mientras era interrogado el hijo de la acusada. Negó haber participado en el descuartizamiento de su padrastro y afirmó no haberse dado cuenta de cómo y cuándo sucedieron los hechos. El yerno de la ex vendedora de tamales también rechazó los cargos y sostuvo que cuando ocurrió el crimen, él se encontraba en otro lugar, situación que podía demostrar plenamente.

La policía interrogó más estrechamente a Trinidad, a la que presionaron diciéndole que si confesaba y delataba a sus cómplices, el juez le impondría unos veinte años de cárcel; de lo contrario le podría aplicar la pena máxima que regía en la Ciudad de México: cuarenta años de encierro. “La Tamalera” no se dejó intimidar. Ante los periodistas, repetía sin cesar:

—Yo soy la única responsable. Que me castiguen con cuarenta años o los que sean. Mi hijo y mi yerno nada tienen que ver en esto.

Los detectives del Servicio Secreto dijeron a los periodistas que Pedro, el hijo mayor de “La Tamalera”, había confesado haber asesinado a un hombre en Chalco, Estado de México, y que en distintas ocasiones amenazó al peluquero con matarlo y decapitarlo. Por su parte, al ser interrogado por los reporteros policíacos, el muchacho dijo haber sido torturado para confesar su intervención en el truculento homicidio.

La policía amenazó a “La Tamalera” diciéndole que su hijo Pedro había ya confesado su participación en el descuartizamiento y que le esperaban cuarenta años de cárcel, pero ella lo podía ayudar si confesaba su contribución en la mutilación del peluquero. Trinidad, indiferente, repetía que nadie la había ayudado y que ella sólo respondería ante la justicia. Ante esta contundente declaración, el yerno y el hijo fueron puestos en libertad. El quebrantado cadáver de Pablo Díaz Ramírez aún estaba en el Servicio Médico Forense. Los peritos médicos deseaban vehementemente rendir un informe sobre la muerte del peluquero y su descuartizamiento, que eran comentados en todo el país.




El doctor Fernández Pérez, jefe del laboratorio de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal, rechazaba la afirmación de que Trinidad había consumado por su propia mano el descuartizamiento, invirtiendo solamente dos horas en realizar su macabra tarea.

—¡Miente esa mujer! —comentó el criminalista al procurador Sergio García Ramírez.

El interrogatorio a Trinidad seguía:

—¿Qué hizo después de descuartizarlo? –le preguntaron.

Trinidad declaró que lavó muy bien la sangre que se derramó del cuerpo de Pablo. Escondió su ropa bajo el colchón de la cama, limpió cuidadosamente el hacha y el cuchillo que utilizó. Depositó la cabeza en un bote alcoholero con capacidad para veinte litros y la hirvió. Guardó en el costal el resto del cuerpo, ocultándolo debajo de la cama para que no lo vieran sus hijos y su yerno. Tratando de aprovechar el cuerpo, le arrancó trozos de carne de las piernas. Utilizó esa carne como relleno de los tamales que vendió en los días siguientes, ahorrando así un poco de dinero. Mucha gente comió la carne humana sin saberlo. Cuando se supo este detalle, comenzó a circular en México un chiste, en el cual se afirmaba que Trinidad vendía tamales en los cuáles los clientes podían encontrase un dedo; pero aunque muchos tomaron el chiste por cierto, este detalle no era verdad.
Una mujer, que se negó a proporcionar su nombre a los periodistas, se presentó en el Servicio Médico Forense a reclamar el cuerpo del peluquero y sus pertenencias. Dos compadres suyos testificaron que, efectivamente, se trataba de Pablo Ramírez, al que calificaron como “un hombre taciturno, no adicto al alcohol y tranquilo”. Sus anteriores ingresos a prisión señalaban exactamente lo contrario. Empero, su pasión era la lucha libre. No se perdía ningún combate de sus preferidos, los “Hermanos Shadow”, de los que lamentó su separación en 1963. "Mil Máscaras" y René Guajardo, de los que decía ser amigo, eran también sus predilectos.
Trasladada le aseguró a la policía que su marido tenía otra mujer, con la que se gastaba el dinero que, con sacrificios, ganaba ella en la venta de tamales, de los que vendía poco más de 200 diariamente. Relató que entre sus clientes había un hombre llamado Agustín, que se comportaba muy cortésmente. Dijo “La Tamalera” que en tres ocasiones, el hombre le ofreció matrimonio, pero que ella lo rechazó.

—Cuando los inspectores o los policías se acercaban para pedirme su "mordida", él me defendía y les pagaba uno o dos pesos. Se portaba bondadoso conmigo. Tal vez con él me hubiera ido mejor.
Dos agentes fueron comisionados para realizar una inspección en la casa de Trinidad; allí encontraron la cabeza. Pese a que la mujer negó haber estrangulado a su marido, la policía aseguró que así lo hizo, porque el cuerpo tenía signos claros de asfixia. Trinidad fue consignada ante el Juez doce, Eduardo Neri Acevedo, e internada en la Cárcel de Mujeres, en el kilómetro 16.5 de la carretera a Puebla, en Iztapalapa. Los delitos por los que “La Tamalera” fue consignada, fueron homicidio calificado, inhumación clandestina y profanación de cadáver. Al día siguiente de su arribo a la cárcel, el jueves 29 de julio de 1971, rindió su declaración ante el juez. Dijo estar arrepentida y en todo momento alegó que mató a su marido por el maltrato que le daba a sus hijos. El fiscal, Raúl Muñoz Landeros le preguntó si su intención era asesinarlo y desaparecer el cadáver o simplemente privarlo de la vida.

—Deseaba matarlo, pero después no sabía qué hacer con el cuerpo y me dio miedo. Por eso le corté las piernas y la cabeza para que cupiera en el costal y el lunes a las cinco de la mañana lo llevé hasta afuera, lo subí al carrito que utilizo para vender los tamales y caminé hasta la colonia Justo Sierra, llegando a un lote baldío donde lo dejé.
—¿Nadie la vio en el trayecto?
—Se cruzaron en mi camino algunas señoras que iban a comprar leche a un expendio de la Conasupo, pero ninguna se me hizo conocida.

La cabeza hervida de la víctima


El sábado 31 de julio se le decretó la formal prisión y se le designó un defensor de oficio para defenderla. En sus conclusiones, el abogado Ángel Lima Morales pidió al juez aplicara la pena mínima a su defendida. Por su parte, el fiscal solicitó se le condenara por homicidio con todas las agravantes. El juez no tuvo problema al dictar su resolución. El juicio duró casi dos años. Al dictar sentencia, el juez la condenó a cuarenta años de prisión como responsable de homicidio cometido con premeditación, alevosía, ventaja y traición, así como por inhumación clandestina y profanación de cadáver. Trinidad no se inmutó al escuchar la condena de labios del licenciado Ponce de León. Apeló ante los magistrados del Tribunal Superior de Justicia y tras un año de estudiar el expediente, le confirmaron la sentencia.
A su llegada al reclusorio, Trinidad fue mirada con recelo por sus compañeras. Aun a las más desalmadas les parecía anormal el hecho de asesinar a un individuo, quitarle las piernas aún vivo, cortarle la cabeza, arrojar el cuerpo a un terreno baldío después de mantenerlo escondido más de 24 horas, usar su carne para rellenar sus tamales y venderlos en la vía pública como si nada hubiera pasado. Las autoridades de la prisión supusieron que Trinidad debía estar trastornada de sus facultades mentales. Su penetrante introversión y su dureza al hablar denotaban ciertas perturbaciones, por lo que fue recluida con las internas consideradas como dementes.

Por instrucciones del procurador García Ramírez, los hijos de Trinidad fueron enviados a una casa de protección, para arreglar con posterioridad la conveniencia de que pudieran ser albergados en la guardería que funcionaba como anexo en la citada prisión. En un oscuro calabozo, insalubre y falto de aire, quedó Trinidad. Los peritos médicos que la examinaron habían determinado que estaba sana mentalmente y que el crimen lo había cometido en un instante de "coraje maternal".
Ante la denuncia del periódico La Prensa, las autoridades ordenaron que “La Tamalera” fuera sacada del insalubre calabozo y que compartiera la prisión con el resto de las demás reclusas. Sentenciada a una larga condena, se acentuó su introversión. Con nadie hablaba y no quería comer. Se dedicaba a bordar y a fabricar flores artificiales y no tenía amigas. Tras su muerte en prisión, su leyenda creció y se convirtió en parte del imaginario macabro de la Ciudad de México. A veces se confundía su historia con la de Las Poquianchis, diciendo que ella vendían tamales de carne humana. Pero fue Trinidad Ruiz Mares la dueña de tan dudoso honor. El cineasta Juan López Moctezuma filmó la cinta El alimento del miedo en 1994, un año antes de su muerte; esta película es muy difícil de conseguir y fue protagonizada por Isaura Espinoza, el mismo Juan López Moctezuma, Jorge Russek, Andaluz Russell, Salvador Sánchez, Sergio Sánchez y Jorge Victoria. Y en 2008, la historia se incluyó en un capítulo de la teleserie Mujeres asesinas.


Por: Luis César Machado Santiago.

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